domingo, 2 de enero de 2011

Demon's souls: el reto hecho arte.


Game over. Esa pantallita tan maja que nos ha amargado la vida en más de una ocasión a todos los jugones… y que parece que haya pasado a mejor vida. Raro es el juego de los últimos años donde no solo aparezca de vez en cuando, sino simplemente que aparezca.

Por suerte, eso cambió hace unos meses con la llegada a nuestro país de Demon’s souls, tras una larga campaña por parte de miles de usuarios que veían como el juego no tenía visos de salir a la venta en territorios europeos. Finalmente salió, con meses de retraso respecto a los mercados americano y, sobre todo, japonés.

El título nos pone en la piel de un personaje anónimo, al que podemos moldear a nuestra imagen y semejanza, que tiene en sus manos el destino de un mundo corrupto por una misteriosa niebla blanca que lo cubre todo. Ese mundo se divide en “pantallas”, con su jefe final al terminarlas, como en los viejos tiempos.

Las primeras horas de juego son realmente frustrantes, hasta el punto de que yo, siendo un gran jugador hardcore, no conseguí pasar de la primera “pantalla” en varias horas. El motivo es simple: la enorme dificultad. No ya tanto de enemigos fuertes que te meten unas yoyas que te avían (que también, y mucho), sino porque el propio juego te penaliza de una forma bestial: cada vez que mueres, pierdes TODAS las almas que has obtenido, las cuales quedan en un charco de sangre que puedes recuperar ÚNICAMENTE hasta que vuelvas a morir. Además, las almas son la única moneda de cambio en el juego, que sirven tanto para subir al personaje de nivel (más de 700 en total) como para comprar objetos y mejorar las armas.

Esto, además del mayor hándicap para el usuario medio, es la mejor baza del juego, pues el simple hecho de superar un nivel es motivo de orgullo y celebraciones agitando los puños (como yo llevaba años sin hacer, desde luego). Ese orgullo sube hasta límites insospechados cuando subes niveles, mejoras tu equipo y notas como el avatar que creaste tiempo atrás va mejorando contigo.

Y ese es precisamente uno de los objetivos del juego: mejorar. Los combates se basan en gran medida en la habilidad del jugador con el mando, y es esencial esquivar y contraatacar. También el uso de la magia es increíblemente esencial en el avance por nuestros menesteres, llevando al jugador a “ahorrar” los objetos necesarios para conseguir esa magia o milagro que tanto desea.

Lo que más me sorprendió, sin duda, fue que tras terminarme el juego, quería más. En contadas ocasiones me ha pasado esto, y mucho menos en esta generación. Es más, el propio juego te invita a seguir tras terminar esa primera y costosa partida. Cada nueva partida, la dificultad del juego aumenta, lo que lo hace un reto aunque conozcas el mapeado como la palma de tu mano (algo esencial para sobrevivir). Si ya quieres ir a por el trofeo de platino, el número mínimo de partidas a completar si juegas solo es de 4, que se hacen muy a gusto, creedme.

Si esto aumenta la rejugabilidad del título, a los desarrolladores se les ocurrió la brillante idea de añadir un extensísimo modo online, basado tanto en la cooperación con otros jugadores como en la competitividad, a base de invasiones a otros jugadores o simplemente retándolos a duelos. En cualquier modalidad pueden participar hasta 4 contendientes, y todas ellas resultan un vicio continuo y un motivo más para seguir mejorando al personaje.

En definitiva, un juego totalmente old school, donde lo que importa no es tanto la historia sino el nexo entre tú y tu personaje, algo realmente conseguido. Las 3 partidas seguidas que he jugado (100 horas), los 4 meses sin cambiar de juego y el trofeo de platino que recompensó mi esfuerzo revelan que estamos ante el mejor RPG de la generación. Todo un reto que sabe recompensar si le dedicas el tiempo suficiente.


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